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A los sueños que mueren todos los días.

Y de nuevo entregó todas sus fuerzas al viento... O al menos una pequeña parte. Sólo la punta de sus dedos se unía con la cortina de brisa que entraba por la ventanilla del automóvil. Cerró los ojos y respiró profundamente, preocupándose sólo por sentir, por vivir el momento, como una vez prometió, en aquel tiempo en que sus días se llenaban de ilusiones, esas que tarde o temprano la vida misma se encarga de destruir. 

Se dio unos segundos para navegar en recuerdos libres de dolor, de una mano asiéndose a la suya con firmeza, de unos brazos fuertes en torno a su cintura, de ese dueño de su vida y de sus labios juntándose en una caricia, tan suaves como la brisa que aún tocaba la punta de sus dedos. Pero una parte de ella sabía, y le gritaba a la cara que nada de eso sería posible ya, que su vida de ensueño se había ido junto con él. Dejó salir un suspiro y se enderezó en el asiento trasero del automóvil, limpió la lágrima que escondían sus lentes oscuros, se acomodó la blusa del luto y aclaró la garganta para hablar:

-Señor, dé vuelta en el siguiente retorno. Ya no voy al cementerio -tomó aire para soltar todo de una vez-: lléveme al aeropuerto, por favor.

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