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Noche de un día que fue tan normal como los demás. Yo suspiro frente al teclado que tantas cosas me ha hecho decir, pero que ya por estos días no ve ni la sombra de aquellas palabras bonitas. Tecleo un par de verbos sin demasiado sentido, o tal vez coherentes, pero vacíos de sentimientos, del alma que lleva impreso cada escrito. Y no son más que letras huecas, que al fin y al cabo poco me importan, pero que no dejan de mortificarme, porque esta ya no soy yo.

Me hablan, respondo, con el desánimo transparentándose en cada sílaba, pero nadie parece notarlo porque a nadie le importa. Mi cabeza vuelve a martillar con el incesante dolor de cabeza que se viene haciendo costumbre, y vuelvo a beber otro trago, con la esperanza de mitigarlo y de callar el siguiente suspiro que quiere escapar de mis labios.

Rosas

Caían los rayos del sol, intensos, cegadores, típicos de una tarde de verano en Vargas. Pocos transeúntes se veían a lo largo de la calle, andando a paso rápido, huyendo del calor al que sólo una suave brisa le daba batalla. 

Todo a su alrededor estudió ella, con la paciencia casi al borde de la inexistencia, para aguantar la voluntad de esperar a su amiga, quien ya pasaba los quince minutos de retraso. Miradas extrañadas, curiosas y hasta hostiles recibió allí, en el campus de una universidad que no era la suya. En este campus reinaba el orden y la disciplina, por sobre todas las cosas, no había demasiado espacio para la espontaneidad ni las opiniones, e inclusive las personalidades se escondían tras un mismo uniforme. El rango hacía el poder, y el camino la voluntad para pisotear con gusto al que está por debajo. El ambiente de rigidez que se respiraba la hacía querer salir de ese sitio lo más pronto posible.

Lanzaba miradas frecuentes a la entrada, el pie derecho repiqueteaba con una cadencia cada vez más rápida sobre el cemento. Refunfuñó un par de palabras por lo bajo, definitivamente, no estaba de buen humor.

Otro vistazo a la entrada captó su atención: un muchacho, estudiante, a juzgar por el uniforme, sonreía con un matiz peculiar, el mismo del que se tiñen las ilusiones y los ideales románticos, mientras sostenía en las manos un modesto ramo con 4 rosas: tres blancas, pequeñas, y una roja en el centro, rodeadas con flores más pequeñas de diferentes colores como complemento. Ella se distrajo lo suficiente en la expresión del muchacho para no notar a la joven que caminaba hacia él, con sonrisa y mirada igual de brillantes, sorprendida por el gesto inesperado del muchacho. La pareja se abrazó en un momento muy dulce, y hasta ella, en su estado de agitación y mal humor, tuvo que enternecerse. La muchacha tomó las rosas en una mano con delicadeza, y se acercó para dejar un beso en los labios de él. Ella sintió la necesidad de mirar hacia otro lado, para no interferir con la intimidad y ternura del momento, aunque también con la imperiosa necesidad de no sentir envidia hacia la bonita escena.

¿Por qué a mi nadie me regala flores? Se lamentó mentalmente, buscando qué había de malo en ella, tan concentrada en sus propios pensamientos que no advirtió que alguien la miraba con curiosidad del otro lado de la calle, dispuesto a sonreírle y hablarle, si ella volteara un instante a mirarlo.

Un total desconocido

Bueno, esto es algo así como una corrección + versión extendida de una de mis prácticas favoritas de Castellano II. Espero que no sea tan mala. Comenten, si quieren :). Historia remodelada gracias a los consejos de Rosi y David. ¡Muchas gracias!

Él se sentó en uno de los bancos de la solitaria plaza, a esperar que ella llegara, emocionado porque ese día por fin podría ponerle rostro a la voz, esa voz que escuchó por tanto tiempo. Subió el cierre de su chaqueta para abrigarse del frío vespertino, pero su intención no era otra que la de calmar un poco la ansiedad que lo atormentaba, mientras los minutos pasaban con una exasperante lentitud.

A unos diez kilómetros de la plaza estaba ella, atrapada en el tráfico de las seis de la tarde. Sus ojos vagaban de un lado a otro de la cabina del automóvil mientras tamborileaba los dedos en el volante. Llegaría tarde. Si había algo que ella detestaba en el mundo, era llegar tarde a cualquier sitio. Su mente era de esas que planifican cada segundo del día, y cuando algo se escapa de su control entran en un estado parecido a la histeria. Trató de calmarse pensando en cosas agradables, como el encuentro que la esperaba, y cómo fue que él llegó a su vida. Había sido algo tan simple como una llamada telefónica equivocada, que empezó a ocurrir con frecuencia y desencadenó algo parecido a una amistad. Para cuando se dio cuenta ya pasaba horas de su día hablando por teléfono con un total desconocido. Varias veces, incluso, llegó a olvidarse de preparar la cena, y tuvo que inventar excusas sobre la marcha para su esposo.

Su esposo.

El pensamiento se repitió varias veces en su cabeza al tiempo que jugaba con la argolla dorada en su dedo, hasta que entendió del todo lo que estaba apunto de hacer: encontrarse con otro hombre a escondidas. La culpa sustituyó a cualquier otra emoción que estuviese sintiendo. Iba a traicionar la confianza de la persona más importante en su vida, iba a envolverlos aún más en la mentira que estaban viviendo, en la rutina en que se habían vuelto cada uno de sus días, en los que nadie hablaba a menos que fuera necesario, donde los recuerdos del hombre de quien se enamoró parecían cada vez más lejanos, pero aún estaban allí, y una traición no significaría fallarle al hombre en que se convirtió, sino al de antañó, del que se enamoró.

Y el deseo de ver a otro se esfumó de su mente, pues la culpa era suficientemente grande como para impedirle actuar. Apenas pudo salir del estacionamiento en que se había convertido la autopista tomó el teléfono celular para llamar a su marido. Tenía tres llamadas perdidas, de aquel con quien planeó encontrarse, y que seguramente aún la esperaba. Las ignoró lo mejor que pudo y llamó al esposo, quien para esas horas ya salía del trabajo.

Una hora después estaban en un café, a mitad de una conversación tensa y mecánica como acostumbraban. Eso no era lo que ella quería. Decidieron salir a dar un paseo, como cuando eran novios, para "recordar viejos tiempos" como bien le refirió él. Ella sonreía y se veía más o menos contenta, o eso quiso creer su marido, para consolarse. El esposo la invitó a dar un paseo por la vieja plaza. Ella sólo asintió y sonrió, aunque el miedo la congeló en su sitio por un momento. Tenía miedo de llegar y ver a aquél que la había hecho dudar de su matrimonio, hace apenas un par de horas.

Todo el camino transcurrió en silencio, él estaba de verdad agotado por la jornada laboral, mientras ella, fría y pálida, pensó en la posibilidad de cruzarse por error con su amigo, pero lo descartó de inmediato: tendría que haber esperado demasiado.

Marido y mujer caminaron por la plaza tomados de la mano,  poco a poco, inmersos en historias y recuerdos que el tiempo parecía haber desvanecido, de una época más feliz, cuando la rutina y las obligaciones no habían desplazado al romance como prioridad, y por un momento, se encontraron como los jóvenes enamorados que un día fueron, perdidos en los ojos del otro. Ambos sintieron un aire de esperanza en la mirada del otro. Mientras tanto, a lo lejos, en el banco más alejado de la plaza, una figura delgada se levantaba y se iba a paso lento caminando por la acera. Ella lo vio, y en un instante supo que él era esa voz que había escuchado tantas veces, aunque él nunca se enteraría, pues él seguiría siendo un total desconocido.

Are we cool?

No pienso mentirte,
no hay razones para ser falsos,
y no hay espacio para fingir.

Supongo que esta es una clase de despedida,
aunque sea más simbólica que auténtica,
porque no leerás nunca estas líneas
porque te importa menos que a mí.
Pero, bueno
hagámoslo agua pasada
por los momentos bonitos que aún recuerdo,
y por dejar atrás todo lo malo.

Vamos a ser sinceros,
es difícil decir que no pensaré en tí,
o que esas canciones no llevarán tu nombre impreso.
 Pero hay momentos en los que seguir adelante es la mejor opción.

Así que me deshago del rencor y la nostalgia,
y prometo que está será la última vez.
Porque ahora mis letras no son tuyas.

Y aunque mis manos ardan
o se me ocurra la mejor composición de mi vida,
no la inspirarás tú,
no pensaré en tí al leerla,
o no la escribiré.

Después de todo, espero que seas feliz
y que tengas una bonita vida.

Si fuera el caso, te dedicaría esta canción:


A los sueños que mueren todos los días.

Y de nuevo entregó todas sus fuerzas al viento... O al menos una pequeña parte. Sólo la punta de sus dedos se unía con la cortina de brisa que entraba por la ventanilla del automóvil. Cerró los ojos y respiró profundamente, preocupándose sólo por sentir, por vivir el momento, como una vez prometió, en aquel tiempo en que sus días se llenaban de ilusiones, esas que tarde o temprano la vida misma se encarga de destruir. 

Se dio unos segundos para navegar en recuerdos libres de dolor, de una mano asiéndose a la suya con firmeza, de unos brazos fuertes en torno a su cintura, de ese dueño de su vida y de sus labios juntándose en una caricia, tan suaves como la brisa que aún tocaba la punta de sus dedos. Pero una parte de ella sabía, y le gritaba a la cara que nada de eso sería posible ya, que su vida de ensueño se había ido junto con él. Dejó salir un suspiro y se enderezó en el asiento trasero del automóvil, limpió la lágrima que escondían sus lentes oscuros, se acomodó la blusa del luto y aclaró la garganta para hablar:

-Señor, dé vuelta en el siguiente retorno. Ya no voy al cementerio -tomó aire para soltar todo de una vez-: lléveme al aeropuerto, por favor.