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Historia real del día

Esto me pasó hoy, hace menos de dos horas. Apenas llegué a casa de la universidad y tuve la necesidad de sentarme a escribir, por impotencia, por rabia, para hacer catarsis y soltar un poco mis miedos. A veces necesito que alguien me diga que estoy siendo paranoica para poder conservar las esperanzas:

Me detuve frente al jeep de la línea, de los que suben hasta mi casa, examinando el interior en busca de un asiento. Para ser el primer día de clases quedé bastante cansada, todo lo que quería era llegar a casa y darme un baño, para sacudirme las malas vibras (que según yo, se pegan) y el ambiente pesado de Caracas.

-Este lado está ocupado, completo -informó una mujer en tono algo hosco para mi gusto, refiriéndose a la fila izquierda del colectivo. No protesté y me subí del lado derecho. Dí las buenas tardes, aunque nadie las contestara y esperé que el carro arrancara, no sin antes fijarme en la fila de asientos de la izquierda, que ahora tenía de frente, donde la mujer, a la que le calculo unos 45 años, iba con un par de niños de tal vez 3 y 5 años de edad, no más que eso. Después de los niños, un par de maletas llenas de yo no se qué, y al otro lado de la señora, pegada a la puerta, una muchacha joven que la acompañaba. Ellos habían ocupado toda la fila, así que, por descontado, estaban todos juntos. 

La unidad destartalada arrancó con calma, y en la fila de enfrente, la muchacha que iba pegada a la puerta protestó: "La vieja aquella se arrechó porque ocupamos toda la fila". Hablaba de una mujer que seguía esperando en la cola de la parada. La señora, a su lado, torció el gesto antes de responder: "¡Pues por mí, que se vaya a mamar una carretilla!". Suficiente molestia me produjo, por el par de niños que escuchaban, como para sacarle algo de conversación a una vecinita que viajaba a mi lado, y no tener que oír la sarta de vulgaridades que escupía aquella señora en público. Deseé poder ponerme los audífonos, y lo habría hecho, si en ese instante no estuviera hablando con mi vecina y me pareciera casi una grosería ignorar lo que me estaba diciendo. 

A la mitad de mi charla con la muchachita acerca de una solicitud de amistad en internet, uno de los niños, el más pequeño, empezó a llorar por algo, a lo que la señora de enfrente no encontró otra alternativa que un golpe certero a la cabeza del niño y oprimirlo hacia abajo en el asiento, de forma tan violenta que sentí la necesidad de protestar, pero me mordi la lengua.

El niño chilló de nuevo, y no se hizo esperar otro golpe en la cabeza, acompañado esta vez de la frase "¡Cállate! ... La mamá tuya se quedó en la calle, con un macho". Juro haber escuchado un par de risitas bajas de los otros pasajeros, disimuladas, como disfrutando de algo en secreto, y creo haber comprendido todo en ese instante. Cada golpe propinado al niño, cada insulto, cada vulgaridad, iban cargados de un resentimiento tan profundo, de una amargura por la vida, que supuse haber visto en ella el rencor que dejan los sueños rotos. 

"¿Será que el niño tiene la culpa? Que arrechera. Ojalá que no se vuelva como ella cuando crezca". Fue lo que pensé mientras me bajaba en mi parada.