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A Julio, a Rayuela

Tenía tiempo pensando en hacer un post en honor a Julio Cortázar. No seré la primera, tampoco la última, pero tenía que tomarme mi tiempo para agradecerle por las líneas que me están ayudando a salir del hueco creativo en el que estoy metida.

No se me ocurrió algo mejor que llenarlo con citas de Rayuela, de las que me han atrapado mientras leo.

Advierto que la selección es puramente subjetiva, que lo que aquí va es preferencia personal. Tampoco he terminado de leerlo, técnicamente. Sí, terminé la versión lineal, pero todavía estoy con la Rayuela sugerida por el autor, y confieso que me ha gustado mucho más que la primera.


Bueno, sin más, aquí van mis fragmentos favoritos de Rayuela.

"Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico". (Capítulo 1).

"No estábamos enamorados, hacíamos el amor con un virtuosismo desapegado y crítico, pero después caíamos en silencios terribles y la espuma de los vasos de cerveza se iba poniendo como estopa, se entibiaba y contraía mientras nos mirábamos y sentíamos que eso era el tiempo". (Capítulo 2).

"Allí donde esté tiene el pelo ardiendo como una torre y me quema desde lejos, me hace pedazos nada más que con su ausencia". (Capítulo 33).

"...hay una especie de confluencia continua, de ondulación de la materia. A lo largo de la noche yo soy un cuerpo inmóvil, y del otro lado de la ciudad un rollo de papel se está convirtiendo en el diario de la mañana, y a las ocho y cuarenta yo saldré de casa y a las ocho y veinte el diario habrá llegado al quiosco de la esquina, y a las ocho y cuarenta y cinco mi mano y el diario se unirán y empezarán a moverse juntos en el aire, a un metro del suelo, camino del tranvía...". (Capítulo 41).

"Tal vez el amor fuera el enriquecimiento más alto, un dador de ser; pero solo malográndolo se podía evitar su efecto bumerang, dejarlo correr al olvido y sostenerse, otra vez solo, en ese peldaño de realidad abierta y porosa. Matar el objeto amado, esa vieja sospecha del hombre, era el precio de no detenerse en la escala, así como la súplica de Fausto al instante que pasaba no podía tener sentido si a la vez no se lo abandonaba  como se posa en la mesa la copa vacía. Y cosas por el estilo, y mate amargo". (Capítulo 48).

"Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de Huchette, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes, del fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas, cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce que prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las sustancias pegajosas que nos retienen de este lado y que nos arderá dulcemente hasta calcinarnos"

"Así es como París nos destruye despacio, deliciosamente, triturándonos entre flores viejas y manteles de papel con manchas de vino, con su fuego sin color que corre al anochecer saliendo de los portales carcomidos" (Ambas del capítulo 71).

Citaría completo el capítulo 7, igual que el 48, pero son lo suficientemente largos, así que no debería hacerlo.

Si no has leído Rayuela, te recomiendo enfáticamente (eufemismo para: te ordeno) que lo hagas. Cortázar es un genio y todos deberían saberlo.

:)

No hay tiempo para llorar


Este perfil es mi evaluación final para Taller de Redacción I. La asignación era escribir, bueno, un perfil, sobre la vida de algún familiar. Yo lo hice sobre mi abuela y sus vicisitudes. No sé si publicarlo sea un error, pero, la verdad me pican las manos por hacer clic en "publicar". Nota aparte: por si acaso, la "Mariela" de la que hablo en el perfil, es mi mamá.

No hay tiempo para llorar

No hace falta dedicarte algo que 
lleva tu nombre por todos lados.

                Corrían los años 70, cuando en el mundo estallaba una lucha con las armas del pensamiento, una revolución que se peleaba entre sostenes y anticonceptivos, donde miles de mujeres defendían su derecho a ser tratadas como iguales, a estudiar, trabajar, a dejar de ser vistas como objetos del hogar, como objetos para concebir y criar hijos. Esas mujeres que levantaron su voz lograron transformar la sociedad, convertirla en lo que ahora es y abrirle el paso a nuevas generaciones de mujeres, con ideas más centradas y cada vez más competitivas en un mundo aún dominado por los hombres. Mientras esas oleadas de féminas de los 70 luchaban por su causa, había otras que todos los días peleaban para emanciparse, sin mayor ideal que el de una vida estable y pacífica, lejos de las adversidades que les había tocado pasar.

                Omaira agarró fuerte la caja con sus cosas, parada en la puerta de la casa en la que hasta ese día vivió. Esa tarde lloró como pocas veces, sentada en esa acera, esperando por ayuda para poder irse de una vez. Estaba decidido: ese día regresaría a La Guaira, a su casa materna, donde podría asegurar que ella y sus dos hijos estarían bien, donde dejarían de vivir intimidados por esa familia, rodeados de acusaciones y maltratos. Lejos estaba Omaira de querer emanciparse como esas mujeres que luchaban por el derecho a la igualdad, pues siempre cuenta que pensó en función de sus hijos. Ese día cerraba uno de los capítulos más dolorosos de su vida: ese día acababa un matrimonio infeliz. Con Mariela, de 3 años, y Alfredo, de 1 año y medio, regresó a su casa para empezar otra vez.

                En el hogar materno las cosas cambiaron, aunque tampoco fueran perfectas. Vivía con su madre, y la familia de su hermano, que lo incluía a él, su esposa y más adelante, dos hijos varones. Omaira trabajaba todos los días: lavaba y planchaba ropa, recostada en la batea de la casa: el peso del cuerpo en la pierna izquierda, mientras la derecha reposaba encima de una pila de gaveras, con una herida abierta en la espinilla, producto de una vieja quemadura. Por esos días vendía helados, cervezas y refrescos en casa, cosía paños de cocina y distintas cosas, que en el colegio Mariela vendía a las maestras. Con lo que ganaba de aquí y allá pagó el abogado para su divorcio, recuerda que se divorció “por carteles”. Mantenía a sus hijos, a su madre, y pagaba todos los servicios de la casa. “Conmigo, mis hijos nunca se acostaron sin comer”.

                Desde muy joven, Omaira conoció lo duro que la vida puede golpear a alguien. Cuenta dos veces en las que quedó damnificada, una la recuerda con más dolor. “Eso me pasó a la edad de dieciocho años. Estaba yo trabajando cuando eso, y a la oficina me llamaron porque pasaba algo en la casa. Cuando llegué, lo que quedaba era el piso pelaíto.” Cuenta mientras gesticula el espacio vacío con las manos. “El río había crecido y se había llevado la casa. Nosotros nos quedamos sin nada, nada más que con lo que llevábamos puesto. Ese día ni siquiera había llovido por la casa, sino en la cabecera del río.”

Sería imposible decir que su carácter no se endureció con los golpes. Omaira era una mujer fuerte y estricta, endurecida por el trabajo, y poco cariñosa con los hijos, que crecieron físicamente maltratados, algo común en ese tiempo, pero que aún a veces cala en la memoria del par de hijos, como los recuerdos turbios de la infancia. Freddy, el padre de Mariela y Alfredo, nunca volvió a aparecer, mucho menos ayudó en la manutención de los hijos. Omaira, entre el trabajo y sus niños, tenía suficiente como para ocupar sus días sin pensar en nada más, dice que no tuvo tiempo para llorar.

                Con los hijos ya adolescentes, decidió casarse de nuevo, esta vez con Luis, un oficial de policía y vecino de la comunidad, que tenía hijos de uniones anteriores, pero con los que no vivía. La casa de Luis sólo la ocupaban él y su madre, hasta que Omaira y sus hijos se mudaron con ellos. Con el tiempo, y aún con cierta distancia respetuosa, Luis se convirtió en lo más cercano a una figura paterna para Alfredo y Mariela.

                Hoy, a los 66 años, Omaira no ha podido despegarse de la necesidad de trabajar, de mantenerse ocupada, aunque ahora sólo como ama de casa. Se levanta temprano y ayuda a Omaira, una de sus nietas, a alistarse para ir al colegio y esperan juntas el transporte en la puerta de la casa. La niña se va, y el trabajo de todos los días empieza. El lunes hace limpieza a fondo, el martes plancha, el miércoles, jueves y viernes para lavar. El sábado hace las compras y el domingo descansa, sólo después de llegar del cementerio de La Esperanza, donde deja flores en la tumba de la madre que perdió hace casi trece años.

                Así como los golpes de juventud la endurecieron, al hacerse mayor fue volviéndose más dulce. Hoy su carácter es una difícil mezcla entre lo estricto y lo cariñoso. Madre de dos, abuela de cuatro y con una quinta nieta en camino, Omaira hoy sonríe más. El tiempo le ha dejado una cantidad inmensa de memorias, unas más dolorosas, otras más dulces, que todavía cuenta: los bailes de juventud, ambientados desde Celia Cruz hasta la Billo’s, los días del colegio que no llegó a completar, sus pocos trabajos formales, un tío que recuerda con mucho cariño, la familia en oriente, los viajes por el país, muchas como para contar de una sola vez. Otras memorias se hacen presentes por sí solas, como la cicatriz profunda en la pierna o los nudillos inflamados por la artritis, la ligera dureza de las manos que lavaron y plancharon todos los días o los dos anillos de boda que aún conserva en su sitio.

“… Ánima de mi madre, échame la bendición”, termina Omaira la plegaria de todos los días al levantarse.